Ambos éramos personas de costumbres fijas. Ella se sentaba en la misma terraza desde hacía varios años. Siempre a la misma hora y en la misma mesa para poder mirar hacia el mismo lado. Yo, desde hacía seis años, pasaba montado en el autobús camino del trabajo. El semáforo, en rojo, me concedía cuarenta segundos de ilusión y dolor; en verde, contrariaba mi espíritu.
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