La primera palabra del lenguaje adulto que dije fue calcetín. Nada de papá, mamá, tato o abu, yo quería ser original y aprendí calcetín, pero dicho así: «calcetíiiin».
Parece que les hace mucha gracia que lo diga porque continuamente me están pidiendo que lo diga y que lo diga, ¡qué pesados! Uno hace una gracia y ya tiene que hacerla mil veces. Así que, para que me dejaran en paz, aprendí otra: quita, pero dicho así: «quitááá». Y, a la vez que digo «quitááá», muevo la mano para quitarme a la gente que tengo delante. Pero fue peor, porque les gustó mucho que dijera «quitááá» y que moviera la mano, así que se ponían delante solo para que la dijera una y otra vez. Tuve que repetir la palabra tantas veces para que se quitaran que me hicieron enfadar. Y, al estar enfadado, se me escapó tonto, pero dicho así: «tooonto». Y, entonces, se rieron mucho y querían que la repitiera una y mil veces. Al final tuve que ponerme a llorar con todas mis fuerzas para que me dejaran en paz.
Cansado de sus peticiones, decidí no volver a repetir ninguna vez más aquellas palabras; es más, decidí que no utilizaría nunca jamás el lenguaje de los adultos y seguiría con el mío. Pero soy débil, y en cuanto me entró hambre dije pan pero dicho «páaan». Y volvió otra vez la pesadilla de que repitiera una y otra vez las palabras de los mayores.
Me parto…que diver