La marquesina

Sigue habiendo marquesina, pero ya no hay autobús. El último pasó hace años, sin viajeros, y por eso desapareció. Quedó la marquesina, con su asiento de piedra y sus tres paredes, también de piedra, que solo te dejan mirar hacia delante, ¡qué contradicción!

A veces alguien se sienta y mira el horizonte. Y disfruta de lo que ve, hasta que su mirada se pierde y lo devuelve al pasado.

Y descubre aquel autobús que le llevaba al colegio cuando apenas comenzaba a vivir. Y se acuerda del conductor, que vivía en el pueblo de al lado. Y recuerda aquel día en que los ocho niños, que como él cogían aquel autobús, decidieron gastarle una broma al conductor, a Pedro, que así se llamaba, y se escondieron todos, y los mayores ayudaron a los pequeños, y los pequeños, nerviosos no paraban de reírse. Pedro estuvo esperando media hora a que saliéramos del escondite que habíamos elegido. Aquel día llegamos tarde al cole, y a Pedro le cayó una bronca tremenda, según nos contó después.

Y luego recuerda aquel otro autobús, el que esperaba los viernes con ansiedad porque en él venía su hermano mayor, porque Fernando había decidido estudiar en la ciudad y ya solo podía volver a casa los fines de semana. Le costó mucho aceptar que ya no vivía con ellos y que cada vez pasaría menos tiempo con él.

Y más tarde se ve esperando él al autobús, porque es él, él mismo, el que se va a estudiar, y más lejos, por lo que cada vez sería más difícil volver.

Muchos no quisieron irse, pero se fueron yendo de otra manera: hay autobuses a los que estás obligado a subirte, que te llevan para siempre, para no volver.

El silbido del aire siempre devuelve al presente. El frío se nota en los huesos. Y vuelve a mirar al frente. Es trigo todo lo que se ve, trigo y cebada. Y piensa si también eso se acabará.

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