Contó ayudándose con los dedos de la mano como cuando la profesora le enseñaba a sumar. Mentalmente ya no podía retener los números, las cifras. Desde que ya no iba a la compra le costaba hacer las sumas y las restas.
Andar. Poner un pie delante de otro. Unas veces más rápido, otras más despacio. Grandes y pequeñas zancadas. Recorrer el camino. Normalmente sin pensar, sin darse uno cuenta de lo que hace. Avanzar o retroceder como un robot, automáticamente.
Cuentan, y es realidad, que después de setenta y cinco años andas montada en un avión rebosante de ilusión.
Sigue habiendo marquesina, pero ya no hay autobús. El último pasó hace años, sin viajeros, y por eso desapareció. Quedó la marquesina, con su asiento de piedra y sus tres paredes, también de piedra, que solo te dejan mirar hacia delante, ¡qué contradicción!
Desde que aprendí los colores hasta ahora han pasado muchos años. Al principio todo era multicolor: árboles azules, mares rojos, cielos verdes…
Aquella foto había estado allí desde poco después de que todo sucediera. Enmarcada en madera de color cerezo, tenía un tamaño un poco mayor que el resto de las fotos que había a su alrededor, fotos con las que de manera habitual jugaba mi hijo.
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