Nada más conocerte, sabía que me enamoraría de ti. Tan educado, tan caballero, tan callado… Un portento físico con ojos azules que me miraban con delicadeza, con labios carnosos que me invitaban a besarte, con esa planta de atleta… Todo tú eras bello.
Me encontré un ojo en la calle. Tirado en el suelo. A su lado, su pareja. Parpadeaban desacompasados. Me di cuenta enseguida de que no se podían ver. Uno miraba al norte, el otro miraba al sur.
Vivir en una furgoneta no es tan duro como parece. He tenido suerte, he encontrado una furgo abandonada. Está descuidada, oxidada y abollada; pero cuando tenga tiempo, con una mano de pintura y unos martillazos lo arreglo.
Un buen día mis papás me echaron de su habitación. Siempre me he preguntado qué es lo que hice para que se enfadaran tanto: quizá fuera que tiraba de las cortinas o de las sábanas, que me salía de la cuna, que roncaba, que saltaba en el colchón, que…
Todo empezó por el ojo. No es que lo perdiera: seguía ahí, en su sitio, solamente decidió no volver a mirar nunca más.
El espejo del baño se ha enamorado de mí. Llevamos viviendo juntos más de diez años, y me he dado cuenta ahora; aunque pensándolo bien, desde hace unos meses, todas las mañanas, al despertar, me devuelve una sonrisa picarona.
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